¿Qué valor tiene la Copa?

Qué es la Copa del Mundo? Cuando esta pregunta surge en cualquier ámbito, dentro de lo cotidiano, las respuestas pueden ser variopintas: lo es todo, es algo importante, no tiene nada de especial, apenas un trofeo, la coronación del esfuerzo y una pizca de suerte.

Sin embargo, en Argentina, cada cuatro años, esa misma pregunta hace volar la imaginación y el colectivo suelta una sonrisa. No importa la cotidianeidad, la religión o la política. Solo importa, por un segundo, lo que te transmite poder resolver ese cuestionamiento. Y todos coinciden en la premisa: es lo máximo.

Y quizás, la respuesta surja desde una idea primaria, que nos unifica: el fútbol. No existe deporte, ni disciplina que se practique en el mundo, ni materia que se estudie, que genere tantas pasiones, tantos sentimientos encontrados ante un resultado, tanto poder de contagio, como lo es el fútbol.

No existe una explicación razonable para poder resolver esta cuestión. Y menos en un país tan apasionado como el nuestro. No existen voces que puedan discernir con conocimiento de causa el porqué de estas sensaciones que se manifiestan en el subconsciente. Explotando en una milésima de segundo ante el grito desaforado de un gol.

En nuestro país, la política, la religión y hasta cuestiones meramente humanas y mundanas nos hacen sentir palpables las diferencias con los otros. Reflejando y manifestando muchas veces, en redes sociales, en la calle y hasta dentro de las paredes de nuestro hogar, el odio por el que piensa, actúa y se demuestra distinto.

El pueblo argentino ha vivido las más cruentas dictaduras, las más duras crisis económicas y ha padecido el abandono de los políticos de turno. Sin embargo, ha encontrado muchas veces un refugio necesario en una cancha o frente al televisor. Y ha sabido celebrar con la misma intensidad el Mundial de Argentina 78, pese al Terrorismo de Estado, y el de México 86.

Durante 90 minutos, bajo el flagelo del horror o el desparpajo de la libertad, se han unificado siempre los caminos de la vida: la riqueza de quienes observan este juego como un mero negocio, la modestia de quienes saben disfrutar de este deporte y la pobreza de aquelles que consideran al fútbol su única razón de vivir.

Y en medio de esas dicotomías, sin embargo, cada cuatro años son millones de personas de todos los estratos sociales y hasta visiones del mundo, que se ubican detrás de una pantalla, con la misma ilusión a cuestas. Y los caminos se unifican, aunque sea por un rato.

Por un momento, un instante mágico, quizás, se unen por los mismos colores, la misma pasión, la misma ilusión y la misma bandera. Y ya no existen las diferencias humanas, las rivalidades, ni las camisetas de un distinto bando. Ni un color político, ni una mirada diferente.

Solo existe una camiseta: la del color del país que te vio nacer. Y por un instante, sentís la sensación de abrazarte con un desconocido. Y tenés la necesidad de lagrimear como un alma recién llegada a este mundo y gritar con toda la bronca, la emoción y hasta con una cierta revancha inutil, la misma expresividad de cada cuatro años: gol.

Paradójicamente, aunque se crea que ya no existen más las preocupaciones, ni las dolencias, ni la realidad que nos golpea como tal, el resultado final siempre dirime las cuestiones. Si todo lo anterior dicho vale la pena, sería increíble creer que nada de todo aquello cambiará, el día en que se levante el trofeo.

Lo más acertado será pensar que todo aquello es solo un momento de felicidad. Y que quizás, sea ese el momento que todos, sin importar el camino, estuvieron esperando durante todo el día, esa semana, o quizás desde hace mucho tiempo. En definitiva, eso es el fútbol. En conclusión, eso es la Copa del Mundo.